martes, 12 de febrero de 2008

La Justicia internacional y la Asamblea Ciudadana

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No es la primera vez que se aborda la situación de la Corte Internacional de Justicia de La Haya en EL ARGENTINO, referido o acotado a la situación de la lucha contra Botnia y la disputa que llevan adelante Argentina y Uruguay ante ese alto tribunal.


El tema es necesario abordarlo de nuevo, para no caer en la “emboscada” discursiva de equiparar la licencia social que expresa una comunidad con la aceptación moral que pesa sobre los Estados a la hora de acatar el fallo de un tribunal internacional al que se ha sometido por propia voluntad.
Siempre se ha sostenido que la justicia es el último estadio de civilización para dirimir una controversia. Y por ser el último estadio para solucionar una diferencia, lo demás es lisa y llanamente barbarie. Distinto es sostener (para que nadie se confunda en los conceptos) lo que expresa la Asamblea Ciudadana Ambiental de Gualeguaychú: “Jamás otorgaremos la licencia social a Botnia”, con o sin fallo favorable de La Haya.
En 1946, las Naciones Unidas instauraron la jurisdicción de la Corte Internacional de Justicia con sede en La Haya. Ese tribunal se encarga de interpretar la ley, determinar las responsabilidades entre los Estados y fijar las reparaciones para los casos que así correspondan.
Pero su competencia está limitada dos veces: por un lado, sólo concierne a los desacuerdos jurídicos entre los Estados; y por el otro, sólo puede juzgar a los Estados que reconocieron su competencia.
En el mundo, casi 60 Estados sobre un total de 186 aceptaron la autoridad de la Corte Internacional de Justicia para intervenir en los litigios que puedan surgir entre ellos. Uruguay lo aceptó como algo general y Argentina de manera puntual para el Estatuto.
Por eso, el fallo de La Haya -cualquiera sea- debe ser acatado por razones morales por los Estados; aunque no todos los Estados hayan acatado los dictámenes de la justicia internacional.
En efecto, dos de los miembros permanentes del Consejo de Seguridad (que pertenece a Naciones Unidas como la Corte Internacional), desconocieron los alcances de La Haya. Francia lo hizo en 1974, cuando fue condenada por sus ensayos nucleares; y Estados Unidos renunció en 1986, cuando fue condenada por su responsabilidad en la colocación de minas en los puertos de Nicaragua. Y este último país, incluso volvió a desoír a las Naciones Unidas cuando decidió la guerra por el petróleo. Gran Bretaña (que también es parte del Consejo de Seguridad) y España también desconocieron a Naciones Unidas en esa oportunidad. Así, la Justicia Internacional apenas está en pañales en materia de autoridad.
Es cierto que las agudas crisis sociales y económicas que azotan a pueblos enteros en el planeta, como así también las guerras y los diversos avasallamientos ambientales que padece la humanidad, requieren una respuesta jurídica internacional porque la propia supervivencia está amenazada. Pero, la justicia internacional todavía no ha dado pasos firmes, apenas es un esbozo, un frágil eco que todavía no logra imponerse.
Esto no significa que el derecho deba ser tenido en cuenta como una garantía automática e infalible de justicia o democracia. No obstante; el derecho internacional es tan necesario como imprescindible para resolver los agravios que los Estados perpetran unos a otros. Por eso se han creado normas objetivas que limitan y diferencian a los comportamientos legales de los ilegales, como así también los procedimientos para aplicar esas normas. Como ejemplo, el Estatuto del Río Uruguay, y que hoy circunscribe el diferendo en la cuestión de fondo entre Argentina y el vecino país.
Pero hay que tener en cuenta que más allá del Estatuto, las normas en su totalidad no proceden del Estado, ya que las costumbres de las sociedades y con ella “la licencia social” son generadas y aportadas por las comunidades.
Sabiamente, la “razón de Estado” está limitada para que el “Estado no pierda la razón”. Así, el derecho y la democracia están vinculados mediante ese concepto que se ha tornado más legible en Argentina desde 1983 a la fecha: “El Estado de derecho”.
Ese concepto implica que los Estados se someten a reglas y a principios superiores como la separación de los poderes, las normas fundamentales que se expresa en la Constitución y el respeto a los Tratados Internacionales. En otras palabras, el Estado acepta la limitación de su propio poder. Y lo acepta porque se entiende a la luz de la experiencia de la humanidad, que limitar el poder es una condición indispensable para el propio ejercicio de la democracia. Para las comunidades, esa limitación de poder o el Estado de derecho no son suficientes en términos de satisfacción. No hay que olvidar que más allá de los mecanismos institucionales, la democracia es la búsqueda, siempre incompleta, de la inserción de todos en los mecanismos de decisión que afectan al interés general y particular de los ciudadanos.
Inversiones como la de Botnia en Fray Bentos, claramente responden a intereses financieros y económicos que requiere el poder del Estado en su expresión más mínima e incluso logran muchas veces hasta eclipsarlo. Por eso, en la realidad inversiones como la de Botnia se presentan con la cosmética del derecho pero hacen a la destrucción del derecho mismo.
Ya se sabe, mediante acuerdos sobre inversiones extranjeras como la que firmó Uruguay con Finlandia, el Estado renuncia a legislar en varios frentes: en el fiscal, en el social, en el ambiental, e incluso queda sometido a un arbitraje más proclive a la inversión que a la aplicación rigurosa del derecho de las comunidades. Así, los Estados asisten, ya sea por impotencia o por complicidad, al incremento de las desigualdades y de la injusticia.
La demanda de derecho en Gualeguaychú es grande y urgente. Se expresa principalmente en materia de protección a la vida y a vivir en un medio ambiente sano.
Y para lograr la vigencia de esos derechos -reconocidos internacionalmente- tiene procedimientos que no sólo son limitados (el Estado debe litigar por Gualeguaychú), el acceso a la comunidad es dificultoso por secreto de Estado y las normas de fondo son incompletas. Así, los ciudadanos se han atrincherado en Arroyo Verde, sabiendo que es lo único que les queda para expresar que no otorgarán la licencia social, más allá de lo que diga La Haya. Es decir, aún cuando la Corte Internacional diga que Argentina tiene razón y que Uruguay violó el Tratado, Gualeguaychú seguirá diciendo que no le otorga la licencia social a Botnia. Son dos estamentos diferenciados: por un lado, la resolución de La Haya en materia de derecho internacional y cuyo equilibrio no está garantizado; y por el otro, la negación a otorgar una licencia social que Gualeguaychú jamás renunciará. No hay juez que pueda dictar algo en contrario, porque se trata de una conciencia y un convencimiento social, no de una violación a la ley.
Por otro lado, este convencimiento social que expresa Gualeguaychú, en realidad desnuda la hipocresía que existe cuando se afectan el dominio económico y financiero (a pesar de los Estados), y demuestra que la impunidad de empresas como Botnia no sólo sigue siendo insultante sino que persiste por el desprecio al derecho internacional. Naciones Unidas tiene una histórica deuda con el Estado de derecho: construir un orden jurídico internacional pero de carácter universal, sin excepciones; no como las que toleró contra dos Estados que son -no es menor el dato- miembro de su Consejo de Seguridad como Francia y Estados Unidos.
Un viejo refrán popular dice que para restaurar la armonía, es necesario que todo problema encuentre su solución. Parafraseando a ese refrán, se puede concluir que es esencial que todo litigio -y mucho más si es internacional- encuentre un juez.
Por último, es preferible el carácter imperfecto de la justicia internacional que al ejercicio de la soberanía de Estados doblegados por las inversiones foráneas. Esto es: un tribunal puede corregir la arbitrariedad del poder de turno; pero la arbitrariedad del poder de turno no tiene capacidad correctiva por sí misma.
Nahuel Maciel (nahuelmaciel@diarioelargentino.com.ar)

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